lunes, 25 de julio de 2011

“Mercado y ciudadanía en la Educación”


Fernando Atria es un destacado abogado y profesor de las universidades de Chile y Adolfo Ibáñez que ha entrado a fondo en el debate constitucional y también en el tema de la educación. En esta última área sus reflexiones se encuentran reunidas en un libro breve pero contundente titulado “Mercado y ciudadanía en la Educación” (editorial Flandes Indiano) que es muy útil leer para comprender la raíz del problema educativo en Chile. En esta serie de columnas que Ciper publica a partir de hoy, Fernando Atria desmenuza las principales mentiras sobre la educación chilena que repiten en el debate público los que se benefician con el desigual sistema. En la primera entrega Atria explica por qué es una mentira afirmar que el sistema permite a las familias elegir la formación de sus hijos.
Introducción: La angustia del privilegiado
Para el que tiene privilegio, el sistema educacional chileno es el mejor mundo posible. Por supuesto, se podría imaginar uno todavía mejor, que le garantizara legalmente el derecho a mantener sus privilegios a través de las generaciones. Pero eso (tener una clase nobiliaria y voto censitario, etc) es claramente imposible. Y en rigor innecesario: el sistema chileno es casi perfecto para asegurarle al que tiene privilegio que lo mantendrá.
En efecto, en Chile la ley se pone enteramente a disposición de los ricos para que éstos puedan usar toda su riqueza de manera de garantizar que la situación de la que gozan hoy podrá ser traspasada a sus hijos. Es importante aquí hablar con precisión. No tiene nada de raro, y ocurre en todas partes, que el privilegio encuentre muchas maneras ocultas o evidentes de reproducirse. Que en Chile el privilegiado pueda transmitir su ventajosa situación no es lo que hace de nuestro sistema educacional un escándalo grosero. Lo que sí es escandaloso, en lo que a educación se refiere, es que la ley no hace siquiera el intento de limitar la medida en que el privilegiado puede usar su privilegio para privilegiar a su descendencia. Así el que quiere y puede gastar mil en la educación de sus hijos puede hacerlo sin problemas, y su hijo recibirá una educación de mil, junto a otros niños cuyos padres quieren y pueden gastar lo mismo; el que puede gastar 100, gastará 100 de modo que su hijo recibirá, junto a otros cuyos padres pueden gastar 100, educación de 100; el que puede gastar 10 comprará educación de 10, y el que no puede gastar nada irá a la educación municipal, donde se encontrará con otros que no pueden pagar nada.

Y aquí empieza lo bueno. Cuando la educación termine, sus egresados deberán competir entre sí para repartirse los puestos de trabajo a los cuales están vinculados la influencia, el poder y el dinero. El premio se lo lleva (al menos en teoría, porque esto ya contiene una cierta idealización) el que gana la competencia. Pero en esa competencia a un lado está el que ha estado pagando 1000 por su educación y al otro lado el que no recibió nada más que lo que podía ser provisto con la subvención estatal.
No es una competencia justa: sin embargo el privilegiado, cuando gana, dirá que ganó porque lo hizo mejor que otros, de modo que la queja del que quedó en una posición rezagada es fruto de la envidia y una demostración del “chaqueteo”, una enfermedad “típica chilena”. Dirá que el que se queja es un “resentido” (de hecho, el mismo lenguaje en que están escritas estas líneas es habitualmente acusado de resentimiento o de incitar a la “lucha de clases”: hoy es aceptable en público hablar de “pobres” pero no de “ricos”. Y eso, nótese, en un país que en el concierto mundial se destaca notoriamente por su desigual distribución del ingreso).
Pero cuando el exitoso esté solo, le resultará difícil ignorar el reclamo al que Los Prisioneros dieron una expresión tan certera:
Nos dijeron cuando chicos
Los hombres son hermanos y juntos deben trabajar
Oían los consejos los ojos en el profesor
Había tanto sol sobre las cabezas
Y no fue tal verdad porque esos juegos al final
Terminaron para otros con laureles y futuros
Y dejaron a mis amigos pateando piedras
Aunque en público califique esta canción como el ejemplo del “resentido”, no podrá dejar de ver, ante sí mismo, que algo hay ahí que debe ser atendido.
Dicho de otro modo, ser privilegiado, particularmente en un país como Chile, es vivir con la angustia de saber que las posibilidades de vida de uno se construyen mediante la negación de esas posibilidades a otros. Cuando la alienación del privilegiado sea total, se encogerá de hombros y será auténticamente indiferente frente a eso. Pero afortunadamente no hemos llegado todavía a ese punto, por lo que todavía podemos mantener alguna dosis de optimismo (esta es la única buena noticia contenida aquí). El privilegiado necesita aliviar su angustia, porque no es fácil saber que la vida que uno lleva se construye sobre la negación de las posibilidades de vida de otros. No es fácil vivir sabiéndose beneficiario de una flagrante injusticia.
Por supuesto la solución para eso sería que el privilegiado luchara contra el sistema que facilita la transmisión del privilegio: pero claro, esto lo obligaría a renunciar al mejor de los mundos posibles, lo que tendría (para él) un costo alto. Es mejor seguir viviendo en el mejor de los mundos posibles, pero tener una respuesta para negar que uno es beneficiario de una flagrante injusticia. El privilegiado, para aliviar su angustia, necesita que lo convenzan de que no es verdad que él es beneficiario de la injusticia, sino al revés: en realidad su privilegio es una carga, y el que carece de privilegio en realidad es el auténtico privilegiado.

Lo que muestra que la referencia a la angustia del privilegiado no es pura imaginación, es la enorme cantidad de recursos económicos y humanos, expresados en centros de estudios, universidades y “think-tanks”; estudios, publicaciones y encuestas; becas, columnas de opinión y grados académicos, que se invierten en el esfuerzo de dar vuelta las cosas de este modo. Esos centros de estudios tienen académicos altamente capacitados que se dedican a jornada completa a buscar maneras de mostrarle al privilegiado que el modelo de desarrollo chileno en general y el sistema educacional en particular están construidos de modo de mejorar todo lo que sea posible al que está peor situado; que el sistema chileno está diseñado para maximizar la libertad de todos, no sólo de los ricos; que el hecho de que el que tiene 1000 pueda gastar 1000 en la educación de sus hijos no es una manera de comprar una ventaja, sino la carga de tener que financiar la educación de sus hijos, porque si no la pagara de su bolsillo tendría que recibir recursos del Estado y eso es “regresivo”. Es el otro, el que asiste a una escuela municipal, el que recibe el beneficio de una educación “gratuita”.
Todas estas observaciones no sólo son falsas, sino evidentemente falsas; pero lo que le prometen al privilegiado es algo demasiado valioso, y por eso cuando cualquiera de ellas aparece, es elevada a la categoría de verdad indiscutible. Quienes las formulan y publicitan son entonces celebrados por quienes tienen poder e influencia, y se transforman en los “expertos” prestigiados, cuya opinión es siempre atendida por los “líderes de opinión”, que son llamados a ocupar las comisiones presidenciales e invitados a reuniones de alto perfil y entonces son nombrados en centros de estudios con presupuestos asegurados lo que les garantiza la relevancia y el éxito académico. Observando esto, quienes comienzan sus carreras los miran como modelos a seguir por lo que deben empezar a hablar en los mismos términos, y a distinguir del mismo modo lo que es “realista” de lo “utópico”, lo que “la evidencia empírica sugiere” de lo que es “ideología”. De ese modo se construyen los lugares comunes que revisaremos en lo que sigue.
Su resultado es sorprendente: un conjunto de falsedades cuya función es convencer al privilegiado que su privilegio es una carga, y convencer al que carece de privilegio de que el modelo actual es el mejor de los mundos posibles para él. Es tan funcional al interés del privilegiado que pareciera ser el resultado de una conspiración de los ricos. Pero pese a las apariencias, la hipótesis de una tal conspiración es innecesaria. Se trata de un proceso que se desarrolla espontáneamente, sin que nadie lo planifique o prevea. Es la gramática del autoengaño: para que haya autoengaño es necesario que yo no sepa que estoy engañado.
1. “El actual sistema permite a las familias decidir la educación de sus hijos. Protege, así, la libertad de cada uno de elegir”.

FALSO. Este lugar común pretende mostrar que el sistema educacional chileno implica libertad para todos, por lo que su mantención va en el interés de todos. Pero no es cierto que bajo el sistema actualmente existente los padres sean libres de elegir. Que lo sean significa que la educación que sus hijos recibirán depende de ellos, del modo en que ellos crean que es mejor educarse. Pero en realidad para que los hijos de uno reciban una determinada educación no basta que uno elija el establecimiento respectivo, es necesario que sea aceptado por este, es decir es necesario satisfacer las condiciones que el establecimiento unilateralmente fija. Por consiguiente la libertad no es para los padres, sino para los establecimientos educacionales, que siempre pueden aceptar o rechazar una postulación a través de distintos mecanismos, donde el precio es el más común, y la entrevista personal para determinar si la familia “es compatible” con el proyecto educativo, uno de los más grotescos. Esto lo saben incluso los que pertenecen al pequeño grupo de chilenos que accede a la educación particular pagada, para quienes el proceso de elegir un establecimiento y obtener la aceptación de éste no es un proceso marcado por el ejercicio de una libertad de elegir, sino por la angustia de no saber si uno va a ser elegido o no.
Lo cierto es que hoy en Chile la única decisión que toman los padres es con quién NO se educan sus hijos. Cuando una familia paga 10 mil pesos como financiamiento compartido en un establecimiento particular subvencionado la función principal de esos 10 mil pesos es asegurar que todos los compañeros de sus hijos provendrán de familias que puedan al menos pagar 10 mil pesos. Por eso las familias pagan aun cuando su dinero no se traduzca en resultados medibles: esos resultados no importan, lo que importa es el ambiente social del establecimiento.
Así, las familias no eligen un proyecto educativo, sino un criterio de exclusión. La ley no me da libertad de elegir, lo que me da libertad de elegir es mi dinero. Si tengo poco dinero tengo poca libertad y si tengo mucho dinero tengo mucha libertad.
Mirado así es bastante claro quién acude a la educación municipalizada gratuita de hoy: los que no son elegidos por nadie, ni pueden elegir con quien no estar. Tras la estricta segregación por clase, en la educación pública de establecimientos no “emblemáticos” queda el gueto de los que no tienen recursos para elegir, porque no satisfacen criterio alguno de selección. Los liceos de excelencia hacen el descreme final, sacan lo último “utilizable”, que son los jóvenes pobres de buenos rendimientos. Tras eso, en la educación pública, donde va el 37 por ciento de los alumnos chilenos, no queda nada que al mercado le interese. Ellos no están ahí porque, en ejercicio de su libertad, hayan decidido que ésa es la educación que quieren. Para ellos no hay libertad.

fuente:ciperchile.cl

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