viernes, 26 de noviembre de 2010

Los neoliberales odian la historia





Joaquín Lavín, como se sabe, es de formación economista. Estudió en la Universidad Católica de Santiago y luego, como era de rigor en los años de la dictadura, prosiguió sus estudios en EE.UU en la Universidad madre del pensamiento neoliberal. Fue uno de los más típicos Chicago Boys, trabajó en las páginas financieras de El Mercurio y su primer libro fue un canto de alabanzas a la política económica de Pinochet. Ha sido profesor durante años en materias económicas en universidades privadas, en una de las cuales es dueño. Luego inició una carrera política con altos y bajos.
Al parecer no abandona sus ambiciones presidenciales y su nombramiento como Ministro de Educación es una apuesta arriesgada que él y la UDI, aceptaron, confiando en que un desempeño exitoso afianzará esas pretensiones. Como político y aún como economista tiene todo el derecho de ejercer una cartera en la que no es especialista, siempre y cuando no pretenda imponer decisiones que repugnan el sentido último de lo que los educadores y pedagogos entienden por “educación”.
Decir que el neoliberalismo abomina de la historia, como disciplina científica y, más en general, desprecia a las ciencias sociales, no es algo antojadizo y de última hora. Se comprueba con la constatación de que en la mayoría de las facultades de economía, administración o negocios del mundo donde campea la doctrina de Friedman y von Hayek, la enseñanza de la historia ha sido suprimida o ninguneada. Asignaturas clásicas como “historia económica”, es decir, de los hechos referidos a las políticas económicas de los gobiernos, a las distintas épocas históricas y particularmente “la historia del pensamiento económico”, es decir, el conocimiento de las distintas escuelas y autores, desde sus inicios, la diversidad de pensamientos, virtualmente han desaparecido de las mallas curriculares.
El devenir de los acontecimientos, sus causas y consecuencias, su análisis cualitativo y sus conexiones mutuas, ha sido reemplazado por análisis puramente cuantitativos, estadísticos, en la búsqueda intencionada de encontrar correlaciones supuestamente probatorias de determinados dogmas neoliberales, que se suponen válidos para cualquier época y lugar. En cuanto a la historia de las distintas escuelas de pensamiento, simplemente se las considera irrelevantes, desde el momento que el neoliberalismo se erigió como pensamiento único y oficial. En Chile y otros países ese “triunfo” neoliberal se impuso por la violencia y la arbitrariedad de los pinochetistas, aupado con la privatización de las universidades y la intromisión de los negocios en la academia. Todas las demás corrientes o autores se descartan como falsos. Estudiarlos es una pérdida de tiempo. Con todo, en diversas y famosas facultades de Occidente se está generando una reacción de estudiantes, profesores y economistas que rechazan el monopolio ideológico neoliberal y exigen que se enseñen otras corrientes de pensamiento, a la vista de la incapacidad de la economía ortodoxa para anticipar, entender y solucionar la grave crisis mundial que enfrentamos.
En cuanto a la historia política y social, los políticos neoliberales formados en los años de dictadura, tratan por todos los medios que esta época negra de nuestro pasado reciente, con su impronta de crímenes e injusticias, sea olvidada y sus culpables perdonados. A esto también sirve la propuesta de Lavín y Piñera de la reducción de las horas de enseñanza de nuestra historia y de las ciencias sociales. Se quiere repetir lo que sucedió en la Alemania Federal durante un tiempo en el que se les ocultó a los escolares, el pasado hitleriano y sus aberraciones, con el resultado de la reaparición de nuevos grupos racistas y neonazis. Sólo entonces fueron cambiados los programas y comenzó el aprendizaje de las lecciones de la historia.
Harían bien Piñera y Lavín en tener en cuenta la elocuente defensa de la enseñanza de la historia y las fundadas críticas que formula al proyecto anti-ciencias sociales, el prof. Patricio Bernedo, director del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile. (El Mercurio, 21 de Noviembre)

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